Como concepto y como práctica, el arte se ha tornado indefinible, incomprensible, inasible. Los artistas lo quieren destruir, los no-artistas lo quieren implementar, y los capitalistas quieren lucrar con él. Dicen por ahí que el mayor triunfo del sistema económico en el que vivimos es haber convertido las cosas más etéreas y adoradas en productos comercializables: el arte sería estandarte de esa misiva. Prácticas que deberían ser críticas, sensibles y hacernos ver el mundo con otros ojos, son llevadas a las galerías de arte, a las ferias internacionales y a las casas de subastas para generar millones de dólares. En 2016, según reportes de TEFAF (The European Fair of Fine Arts) y The Art Price, el mercado del arte legal movió 45 mil millones de dólares, de los cuales, el 46 por ciento correspondió a arte moderno y contemporáneo, es decir, a todo lo producido desde finales del siglo XIX hasta la actualidad. Pinturas y esculturas forman parte de este universo de objetos artísticos comercializados, pero también estamos hablando de fotografías, videos, arte digital, instalaciones, arte objeto, y, para el caso que aquí nos ocupa, stenciles y grafitis.
Banksy es un sujeto desubjetivado, es decir, su personalidad es desconocida porque así lo ha decidido Banksy, y sólo accedemos a su presencia a través de sus acciones y de los registros que ha generado en los muros de las calles, particularmente en Reino Unido. Su trabajo es anónimo, su arte es ilegal. No obstante, sus mensajes son a menudo poderosos: critica la guerra, al capitalismo, a la era del consumo, a la ingenuidad de los artistas, y muchas cosas más. A los turistas que van a Londres se les ofrece “la ruta Banksy”, que no es otra cosa que un paseo por la ciudad para identificar los grafitis que supuestamente ha dejado por ahí. Algunas veces, la ruta es decepcionante, pues muchos de los grafitis que hizo y que circulan en revistas, películas y libros, ya no pueden verse: ‘art dealers’ han pagado a los dueños de las casas la restauración de sus paredes, que implica cortar el muro grafiteado, resanarlo y dejarlo “limpio” nuevamente. Los trozos de muro pintados son vendidos en subastas y en galerías de arte por todo el mundo, con precios que oscilan entre los 500 mil y decenas de millones de dólares.
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Publicado en: Trión FM
Octubre, 2018